VANO PEREGRINAR TRAS LA TUMBA DE ZITARROSA



Directora General: Carmen Lira Saade

México D.F. Martes 29 de enero de 2002

Vano peregrinar tras la tumba de Zitarrosa

Miles lloraron su muerte, pero nadie sabe en qué cementerio reposa el cantor de Guitarra Negra

JAIME AVILES ENVIADO

Montevideo, 28 de enero. En 1983, cuando Alfredo Zitarrosa, el gran poeta y cantor, volvió a Uruguay después de 10 años de exilio que vivió primero en Madrid y luego en México, la gente salió a recibirlo como un héroe. Las calles estaban abarrotadas de personas que lanzaban flores y aplaudían al paso de su auto, desde el aeropuerto hasta el estadio Centenario, el del Peñarol, donde el músico ofrecería aquella tarde un concierto de época. Eran los meses finales de la dictadura y la apoteótica bienvenida fue también un pretexto para reiterar el aborrecimiento popular a los militares que se iban.

Pero seis años después, en plena democracia recuperada, cuando Zitarrosa murió intempestivamente, a punto de emprender una gira a Puerto Rico, que le permitiría actuar de nuevo en el México de sus nostalgias, una muchedumbre llorosa formó una cola de tres cuadras para depositar las flores más tristes del mundo sobre su ataúd.

Ahora el tiempo se ha encargado de colocarlo en su sitio. Hoy, dice Eduardo Galeano, ''las dos voces que marcan la cultura popular del río de La Plata son, del lado argentino, Gardel, y de acá, Zitarrosa".

Porque asistí en México al estreno universal de Guitarra Negra, su obra maestra; porque sé de memoria largos fragmentos del poema; porque sus milongas y chamarritas estuvieron ligadas a los peores y a los mejores momentos de nuestra generación, quiero -digo en cada antro donde topo con su recuerdo- ir a visitar su tumba.

''Ve al Cementerio Central'', me aconsejan con unanimidad.

Cuarenta mujeres

Montevideo significa "Monte VI (sexto) de este a oeste", según mi amigo El Cabezón, que me acompaña en esta búsqueda. Pero el nombre, según le enseñaron en la escuela a Galeano, como segunda hipótesis, nació de la asombrada exclamación de un marinero de Magallanes, que al bogar por el río de La Plata y descubrir un promontorio en estas tierras tan planas gritó desde cubierta en galaico-portugués: "O monte vide eu" (un monte vi yo).

Pero Montevideo es también un conglomerado de un millón y medio de personas ?y 3 mil 728 taxis, 40 de ellos manejados por mujeres-- que se ha ido extendiendo a partir de laCiudad Vieja hacia la costa del río, donde el esplendor de otros años construyó hermosas colonias residenciales, de estilo mediterráneo, que contrastan con la rústica arquitectura del puerto, similar en muchas calles a nuestro sucio y abandonado Veracruz. Aquí puede uno encontrar a la gente más cordial y cariñosa del mundo, pero sus muros, igual que en Buenos Aires, trasudan humor, desencanto, desesperación.

''Todo está tan muerto como si nunca nada hubiera existido", afirma un grafitti sobre la barda, junto a la solemne verja, del pequeño Cementerio Central, en el corazón del Barrio Sur, el de los pobres, el de los negros, donde Zitarrosa vivió de joven, recién llegado de su natal Tacuarembó, que en guaraní significa "pene erecto". Nacido en 1937, hijo de un obrero anarquista, vino de 20 años a la capital a ganarse la vida en los periódicos, haciendo crónicas, mientras aprendía a tocar la guitarra y a componer la música de sus primeros versos. Pero...
-Aquí no está. Vayan al (cementerio de) Buceo -nos dice el encargado del Central, atajándonos en una vereda poblada de pomposas residencias fúnebres, del siglo XIX, entre ángeles de granito y leyendas de bronce y mármol.

Salimos con desaliento, con la sospecha de haber sido engañados, y atravesamos una plazuela decorada con más grafitti -"la única iglesia que ilumina es la que arde", "si vos fueras la última mujer, un crimen y a otra cosa"-, donde cinco mendigos negros nos miran pasar atónitos. Pero más allá de la esquina de Isla de Flores y Yaguaró (donde en efecto vivió Zitarrosa, en los bajos de una florería), nos detenemos ante la vitrina de un ebanista que exhibe, colgados de un hilo, dos curiosos relojitos de cuerda.

-¿Dónde vive el Canario? -pregunta El Cabezón, empeñado en dar con la casa del Canario Luna, un cantante formidable, negro, borracho, sexagenario, máximo exponente de la murga uruguaya, un género popular que se canta para el folclor en carnavales, pero que se practica a diario en los boliches de las barriadas cuando florece el vino y se desborda el alma.

¤ Una ficha en Necrópolis es el único vestigio de la desaparición del cantor
En Uruguay, nadie sabe de su tumba, pero todos recuerdan a Zitarrosa
¤ "Acá lo trajeron para hacerle el homenaje, pero luego se lo llevaron", relata Mentiritas
¤ Al parecer se encuentra en el panteón de la Asociación General de Autores de ese país

JAIME AVILES ENVIADO

Montevideo. Sudando el verano en camiseta, mal afeitado, jugando al dominó con un compadre, el ebanista nos mira desde el fondo de una covacha olorosa a tabaco y a soledad. Nos dice que vayamos a la esquina de Carlos Gardel y Carlos Quijano (el viejo director de la revista Marcha, que también vivió e incluso murió asilado en México) y preguntemos por El Lobo, "un negro que le fabrica tambores al Canario". Yo le informo que busco a Zitarrosa y me quejo porque nos negaron que esté en el Central.

-Vuelvan y pregunten por Mentiritas. El sabe dónde está. Digan que van de parte de Ramón...
Para fortalecer su credibilidad, Ramón evoca la tarde en que la gente hacía colas de tres cuadras para depositar un clavel sobre el féretro del poeta, y agrega que no por nada la plazuela que acabamos de cruzar se llama precisamente Plaza Zitarrosa, aunque ninguna placa lo confirme. No nos queda más que regresar al patio de los muertos, pero esta vez nos atiende un jorobado gordo, pelado al rape, con grandes dificultades para hablar, llamado Mota, según sabremos. Y nos guía hasta una oficina polvorienta, de vidrios rotos, sobre cuya puerta cuelga un trozo de metal pintado de amarillo como un gong de boxeo, que golpea con un palo insistentemente, creando un escándalo insoportable que no expresa sino el miedo que le inspiramos.

Alertado por el ruido reaparece el que nos despachó media hora antes con el presunto engaño que no consiento en tragarme. Pero en esta ocasión todo cambia en su rostro cuando escucha que venimos a hablar con Mentiritas, de parte de Ramón...
-Un momento, caballeros.

Impaciente, entro en la oficina y me abalanzo sobre un sucio libro deshojado que contiene los nombres de todos los inquilinos del lugar, pero Mota, que no razona, torna de nuevo a aporrear el gong temiendo que seamos chorros (ladrones en el argot platense).

Salido de entre los muertos, descalzo, sin camisa, cubierto apenas con las piltrafas de un pantalón, las uñas de los pies largas y negras como los dedos de sus manos, Mentiritascomparece tambaleándose con los ojos enrojecidos. No obstante, señala una banca y nos invita a sentarnos junto a él. Voy al grano: le digo que soy de México, que fui muy amigo "de Alfredo" y que deseo conocer su tumba. El rostro cincuentón de Mentiritas se nubla.

-Acá no está. Vayan al Buceo -dice con las mismas palabras que ya hemos oído, pero añade-: Acá lo trajeron cuando murió, para hacerle el homenaje; vino mucha gente a ponerle flores. Pero luego se lo llevaron al Buceo.
Si lo dice Mentiritas, pienso, tiene que ser verdad. Pero entonces le pregunto la razón de su apodo.

-Cuando mi nieta era una niña, le dije: "Mañana te llevo a jugar a la plaza", pero ella me contestó: "Abuelo, sos un mentiritas". De allí se me quedó el nombre, aunque también me dicen El Tuco, porque de niño me robaba el tuco de los tallarines que preparaba doña Gladis, mi mamá.
-¿Y usted vive aquí? -se lo suelto sin más, porque me late.

Mentiritas crispa los puños, cierra los ojos, se golpea el pecho, expulsa el aire estentóramente por la nariz.

-¡Aaaghhh! -brama-. Me lo mataron a mi hijo, me lo mataron, hijos de puta. El tenía 29 años... ¡Aaaghhh!

Y nos abraza llorando, impregnándonos de su olor a muerte, contándonos que desde entonces, hace dos años, vive junto a la tumba de su muchacho.

-Lo que nos faltaba -dice el Cabezón cuando ganamos la calle-. Vinimos a consolar al sepulturero...

El panteón de al lao...

"Hay que restablecer las perdidas proporciones en un mundo donde, hoy por hoy, la grandeza se confunde con lo grandote y la pequeñez con lo chiquito. Debemos tratar de revelar la escondida grandeza de lo chiquito y denunciar la mezquindad, la pequeñez, la enanez de lo grandote." Con esta idea de Galeano, que se me ha quedado fuera de la entrevista que le hice en estos días, reanudo la búsqueda a la mañana siguiente.

Despido a mi amigo el Cabezón, que parte hacia el balneario de La Pedrera en pos delCanario Luna, y desde la estación de autobuses cojo un taxi que me lleva al muy elegante cementerio del Buceo, cuyos mausoleos son tan lujosos que, según Galeano, lo convierten, para los ricos de Montevideo, en "el Punta del Este del después". No tengo que recorrerlo, sin embargo, porque, en la atildada oficina junto al portón de ingreso, una señora otoñal y amabilísima me comunica que Zitarrosa está en el Cementerio Norte, en la otra punta de la ciudad. Y un hombre de traje y corbata me precisa:

-Está en el norte, pero en el panteón de al lao... -eso, al menos, es lo que entiendo yo.
Un taxista gallego, emigrante de la posguerra española, me deja cuarenta minutos más tarde en medio de un inmenso campo de golf salpicado de tumbas. Ahora, me digo, necesito salir, cruzar la calle, buscar "el panteón de al lao". Hay por suerte una oficina cercana donde supongo que me podrán orientar. Sin sonreír ni mucho menos, un empleado me pide el nombre del difunto y no reacciona cuando se lo digo. Está más muerto que Zitarrosa, pienso. El tipo busca en la pantalla de su computadora y me informa que no tiene registrado a nadie llamado así.

La misma anécdota con algunas vueltas

Pienso en todos los meseros que me han contado anécdotas del cantor -la misma, en todo caso, con algunas vueltas: que andaba siempre de traje, gris en verano, negro en invierno; que desayunaba güisqui y cenaba grappa; que fumaba tanto o más que yo; que se casó y divorció dos veces con y de su única mujer-, pero este cretino, me digo, debe de ser marciano porque no lo conoce. De pronto, sin embargo, recita las palabras que me han traído hasta aquí.
-Echá un vistazo en el panteón de al lao... -y sale de su madriguera a señalarme una discreta hondonada tras la cual volveré a perderme.

Hongos descomunales, de mármoles negros y columnas dóricas; pentágonos de cemento, sepulcros napoleónicos me cierran la vista del horizonte. He llegado al fraccionamiento mortuorio de las fuerzas armadas del Uruguay. Aquí, decididamente, no puede estar Zitarrosa, que en México escribió en contra de estos verdugos: "Hoy anduvo la muerte revisando los ruidos del teléfono, distintos bajo los dedos índices, las fotos, el termómetro, los muertos y los vivos, los pálidos fantasmas que me habitan, sus pies y manos múltiples, sus ojos y sus dientes bajo sospecha de subversión... Y no halló nada. No pudo hallar a Batlle, ni a mi padre, ni a mi madre, ni a Marx, ni a Arístides, ni a Lenin, ni al príncipe Kropotkin, ni al Uruguay, ni a nadie... Ni a los muertos Fernández más recientes... A mí tampoco me encontró. Yo había tomado un ómnibus al cerro e iba sentado al lao de la vida. Pasé frente al nocturno y la vida había pintado unos carteles. Pregunté en una esquina por la hora y en la bolsa del hombre que me dijo la hora iba la vida junto con su almuerzo".

Y de pronto me veo tarareando, entre tantos generales y tenientes podridos: "Toca la guitarra negra, tocalá, tocalá..." Dejo atrás, parodiando a Galeano, "los cuarteles del después", y de nuevo estoy perdido, pero al pie de un edificio de pobres, donde en cada ventanita hay una lápida sin flores, dos sepultureros beben mate y comen de algo que por fuera es pan. "Zitarrosa está en el panteón de al lao. Seguí de frente por esa vereda y a cincuenta metros allí está. Es todo negro."
Con la persistencia del pobre don José, el de Todos los nombres de Saramago, desando mis pasos y doy al fin con una tumba colectiva, que tiene la forma de una mesa de mármol negro, a cuyos costados hay docenas de lápidas minúsculas con inscripciones que recuerdan a los grandes o pequeños faranduleros de este país. Y encima de todas, en granito blanco, una placa resuelve mi confusión: "Asociación General de Autores del Uruguay", es decir, AGAU... El panteón de AGAU.
Sobre la avenida 18 de Julio, a una cuadra del delicioso café La Pasiva, está la intendencia municipal de Montevideo. Desayuno contemplando a las minas que pasan por la acera, preguntándome en qué no se parecen a las de Buenos Aires, qué tiene esta ciudad que la hace réplica a escala de aquélla, qué habrá tomado Onetti de aquí y de allá para inventar Santa María, cuál será dentro de dos o tres años la plaza, la calle, el teatro Juan Carlos Onetti, una vez que el mayor novelista latinoamericano del siglo XX cumpla una década de muerto y pase a formar parte de la nomenclatura urbana, cosa que hoy le impide una sensata ley.

Detrás de la intendencia municipal hay una oficina kafkiana, repleta de expedientes póstumos, llamada Necrópolis. Pido el libro correspondiente a las defunciones de enero de 1989, el año y el mes en que falleció Zitarrosa. Un anciano experto me lo entrega y me ayuda a consultar la sección Z. El penúltimo renglón de una página par, cuyo número no he anotado, condensa el único vestigio de la efectiva desaparición del cantor. Copio al reverso de una factura de hotel:
"17/enero/89. Zitarrosa, Alfredo. Sexo: M. Edad: 52. Nacionalidad: O. Estado: C. Sec. Jud: 8. Enfermedad: Infarto, intestino mesentérico. Cementerio: N. Fosa: -. Tub: -. Sepulcro: 18/20. Coch: 9. Médico: Fernando Calleriza".

-¿Qué quiere decir "nacionalidad O"?

-Oriental ?responde el anciano, porque estamos en la República Oriental del Uruguay.
-He descubierto una vergüenza nacional de este país -digo, horas más tarde, en la selva-jardín de los Galeano-. Zitarrosa no tiene un mausoleo propio, un lugar a donde llevarle flores, hacerle su homenaje cada año...

-Acá la gente es muy pudorosa con la muerte -me explica Elena Vilagra, la esposa del escritor-. No se hacen fiestas, como las de ustedes el 2 de noviembre.
-Qué chistoso -reflexiono-, todo el mundo habla de Zitarrosa en Montevideo pero nadie sabe dónde está enterrado.

Galeano simplifica el problema.

-Nadie sabe dónde lo enterraron, pero está en todos los uruguayos.

Fuente: La Jornada, periòdico mexicano.

Material de archivo de Alfredo Arrieta Ortega.

alfredoarrieta@terra.com.mx
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